Voy a compartir algo que me sucedió
ayer. Iba manejando por la calle Capurro casi Uruguayana, a la altura
de la vía del tren. Cuando estaba con medio auto dentro de la vía, la
barrera comenzó a bajar y me vi obligada a poner balizas y retroceder.
En el retroceso, toqué al taxímetro que estaba detrás. No fue un golpe,
solo un "toque", lo cual pudo constatar y fotografiar mi corredor de
seguros cuando llegó. Los autos resultaron ilesos.
El taximetrista comenzó a insultarme gritándome: "Movete, qué me chocás si estoy trabajando, movete". Abrí mi ventanilla y le expliqué que no podía, !porque estaba pasando el tren!.
Luego de mis palabras se bajó del taxi, insultándome, y le pegó un
puñetazo al capó y una patada a la rueda de mi auto. Le mostré que iba
con una niña, pero él siguió insultando.
Si
me hubiese sucedido esto años atrás, cuando estaba en otra etapa de mi
vida y, sobre todo, cuando mi hija no era nacida, el final hubiera sido
más complicado. Recuerdo la época de mis veinte y pocos, cuando me quedé
con aquel mechón de pelo de un hombre con aliento apestoso que me
agarró del brazo y lo apretó con todas sus fuerzas porque quería
"bailar conmigo" en una fiesta de Veterinaria. O aquel al que le pegué
un puñetazo en el ojo luego de que me "pegara un manazo" en un lugar
para bailar que ya ni recuerdo.
Mucha gente me decía en aquel entonces: "un día vas a encontrarte con alguien más 'loco' que vos y te va a terminar matando', y en cierta forma tenían razón. Pero también sabía que si no hacía nada podían terminar matándome también.
Cosa
difícil enseñar a nuestros hijos a manejar la violencia, cuando ni uno
sabe bien qué hacer con ella. Volcarla hacia el que agrede primero
provoca un alivio momentáneo, al menos uno echa fuera de su cuerpo todo ese odio. Pero es peligroso y no soluciona nada, absolutamente nada.
Tuve
una etapa corta en la que simulé (frente a mi hija, y sobre todo frente
a mi misma) haber superado esos conflictos. Ahora era un ser civilizado
que miraba con condescendencia la agresividad desmedida de los demás.
Ante situaciones de violencia, giraba la cabeza con desdén y abandonaba
el lugar, orgullosa de "no haberme puesto a la altura" del agresor.
Pero yo no quería aceptar que la rabia, al no poder expresarse, me iba
comiendo por dentro hasta el punto de terminar enfermándome o, tan malo
como eso, volcando mi frustración en gente que nada tenía que ver con
las cosas que me habían sucedido a mi.
Volviendo
al problema con el taxista, traté de tragarme toda esa furia que me
impulsaba a hacerlo pedazos a él, con auto y todo, pero también empecé a
gritar a todos los curiosos que estaban mirando que por favor llamaran a
la policía. Hubo algunos espectadores que inclusive se reían y le
decían al taximetrista que la que había chocado era yo.
Una
muchacha que pasaba con su perro (divina ella, luego
supe que se llamaba Cecilia) se comunicó con el 911. Cecilia luego me
diría que le espantó cómo tanta gente se había centrado en los autos, en
quién había chocado a quién, sin siquiera registrar el acto de
violencia que se había desarrollado frente a sus ojos.
El hombre seguía insultando (era una especie de mantra maligno del que no se podía desprender) y por fin me gritó que se iba porque tenía que seguir trabajando.
Me apoyé en el capó de su auto y le dije que no me movía de allí hasta
que llegara la policía, que si arrancaba el auto me iba a tirar al piso y
la denuncia iba a ser además por las heridas que me causara. Le dije a
mi hija que se quedara tranquila, que estábamos rodeadas de gente, y que
la policía iba a llegar pronto a llevarse a ese hombre.
En ese preciso instante se me ocurrió filmarlo, que es lo que tendría que haber hecho desde un principio ya que, al ver el hombre que lo enfocaba con el celular, enseguida bajó el tono de su agresión.
Eran
las ocho de la noche y hacía mucho frío. Mica me dijo que tenía hambre y
le pedí que aguantara un poco. Traté de explicarle que era algo
tristemente común responder de dos maneras frente a la violencia: con más violencia o con negación, una negación provocada por el miedo o en muchos casos (y esto es lo más triste) por simple comodidad. Y que yo, su madre, iba a probar otra alternativa.
El
911 nunca vino. El mismo conductor del taxi terminó yendo a buscarlos
porque vio que no lo iba a dejar moverse de donde estaba, pero jamás
aparecieron. Después de la llegada de mi corredor de seguros y de la
inspección de los autos él me aconsejó que lo dejara irse y que hiciera
la denuncia más tarde. Me dio una pequeña alegría maldita cuando vi que el taxi se había quedado sin batería y tuvieron que empujarlo para que arrancara.
Como decimos aquí en Uruguay, nos comimos terrible garrón de
dos horas en el medio de la calle, mientras nos insultaban, se burlaban
de nosotros y nos pedían que sacáramos el auto para que todos los demás
conductores pudieran pasar tranquilos por el lugar y así seguir
ocupándose de sus propios asuntos. Pero yo, lo único que veía
eran los ojos oscuros y serenos de mi hija, mirándome, mientras su voz
resonaba diciendo: "quedate tranquila mamá, estoy bien". Por primera vez
en toda mi existencia, me sentí simplemente una hembra de mi especie protegiendo a su cría.
Llegué
a mi casa cansada pero con mucha paz. A la mañana siguiente vino la
segunda etapa en la resolución del asunto. Estuve otro par de horas
tratando de comunicarme con algún teléfono de la Patronal de Taxis. No
me contestaban en ninguno, incluso en el que me dieron en informes de
guía, hasta que por fin (!bendita Internet!) di con
http://www.cpatu.com.uy/,
y allí encontré un teléfono en el que sí me contestaron. Estuve un buen
rato pidiendo que me pasaran con alguien de la comisión directiva
porque quería plantearles de primera mano lo que me había sucedido.
Dieron muchas vueltas pero al final cedieron porque fui amable pero
persistente (como decimos los uruguayos: una verdadera
rompehuevos).
Quedaron en llamarme para notificarme qué sanción le iban a terminar
aplicando al conductor. Y si no es así, ya los llamaré yo.
En
toda esta situación usé varias horas de mi tiempo, las que podría haber
utilizado para descansar, preparar la comida, dormir, adelantar
trabajo, hablar con amigos, etc. Pero no quise ser cómoda. No esta vez. Y toda esta cadena de hechos tristemente comunes en la vida de una ciudad, incidente en apariencia ínfimo que se vive una y otra vez todos los días cambiando solo los protagonistas, me absorbió aún más horas para la reflexión...
Estamos
en época de elecciones, casi todos estamos preocupados y
ocupados en quiénes y cómo van a gobernarnos el próximo período. Y cada
vez que escucho algún debate, discusión o intercambio de ideas (como
quieran llamarlo) me viene a la cabeza la frase
que pronunció mi abuelo Gastón, con sus 96 años vividos, sentidos y razonados, en su casa de la
ciudad de
Rosario. Fue
hace unos años, en la época en que yo hablaba ilusionada y apostaba a
todos "los cambios en serio" que se anunciaban en el país. Mientras me
miraba fijo, ojos chiquitos e inteligentes y "mate galleta" en mano,
soltó la frase letal: "
No te hagas muchas ilusiones, m'hija, al fin y al
cabo nos va a gobernar un uruguayo".
Buscar un grupo de gente que nos conduzca y trace los lineamientos del rumbo que va a seguir nuestro país es importante, pero ya no me entusiasma ni me angustia, francamente, quién pueda ser el elegido. Retomando la línea de mi abuelo, puedo agregar que nos
va a gobernar un grupo de seres humanos, y no uno cualquiera, sino una muestra elegida de
nuestro grupo. Ellos son ellos, pero también son
nosotros. Esos personajes que vociferan, se chicanean y se pisotean para llegar al poder,
somos nosotros.
En
fin... agradezco de corazón a los que siguieron su lectura hasta aquí. Como siempre digo, espero que pueda servirles de algo las cosas que escribo, que no son ni más ni menos que las experiencias de alguien que podría ser uno de ustedes. Y ahora, antes de salir para el trabajo, voy a tejer un par de pétalos de una de mis flores. Mientras escribo esto último, una enorme sonrisa (ustedes no la ven) se acaba de pintar en mi cara. !Saludos!