lunes, 15 de diciembre de 2014

EL ABORIGEN

 

  El aborigen había salido a cazar. Su presa se escondía detrás de los árboles. Él podía olerla, se guiaba por el sonido imperceptible de sus pasos asustados y podía tocar, palpar en el aire los delicados trazos de su ansiedad. Luego se adentró demasiado en la selva, más allá de los límites del instinto, pero tenía hambre y todo su cuerpo clamaba por alimento. 

  Él no odiaba a su presa ni tampoco la amaba, simplemente quería saciar su hambre, matar para alimentarse, solo lo necesario sin regueros de sangre, lo imprescindible para asegurar su supervivencia.

  Pero pasaban los días y no vislumbraba presas, ni fieras ni inofensivas. No veía nada además de vegetación, agua y luz. Los deliciosos pájaros volaban demasiado alto como para alcanzarlos; además tenía miedo de comer la esencia de un pájaro para luego salir volando, dominado por el espíritu poderoso de aquel que sabe volar.

  No. Mejor el suelo, es más seguro. ¿Habrá serpientes? ¿Habrá al menos algún insecto? Tenía hambre. Pasaron más días y su mente empezó a nublarse. Ya el cielo se confundía con el bosque; empezó a pensar que los dos eran verdes, que las estrellas eran árboles y que los árboles eran estrellas. Observaba a la luna por las noches y ella era la cara redonda del estanque... ¿o sería el estanque un reflejo de la luna? El aborigen comprendía todo eso y lo sufría, pues una fuerza no terrenal se había apoderado de él

  Su cerebro no le pertenecía y era culpa del hambre. Sus huesos comenzaron a debilitarse, una mancha blanquecina apareció en su lengua. Lo supo pues la vio, reflejada en el estanque; “ eh, eh, eh ...” reía el aborigen. Para los ignorantes que no conocen su idioma, él decía: “La luna me está sacando la lengua ... je, je, je”. Luego rió, rió cada vez más. Los dientes cortados por la talla en piedra de sus armas bailotearon, negros y fantasmagóricos. Su cara era una máscara, la máscara del hambre. Sus manos ya eran garras, las garras del depredador consumido. Los ojos se le confundían con el cielo y su olfato era el miedo.

  Por un instante comprendió que iba a morir. Sintió que su cuerpo se había convertido en algo diferente de lo que él era. Apenas podía recordar su aldea y su choza, sus niños altos y flacos aprendiendo poco a poco el arte de la caza, los muslos renegridos de su compañera, con el surco extraño y brotado de pelo que asomaba, hinchado, en las noches de la ceremonia de la fertilidad. Y, qué curioso, recordó también la despedida del amigo y hermano de toda la vida, su cabeza asomando entre las fauces del león. Los ojos del amigo eran los mismos que asomaban el en estanque, o quizás fuesen los de la luna.

  Se adentró aun más en el bosque y como guiado por un sueño atravesó el límite marcado por los hechiceros, quienes habían recomendado no traspasar el umbral de la vegetación tupida porque luego de allí reinaba el Gran Espíritu de la Aniquilación. Y pensó, ¿qué importa?. Se internó en la espesura. Caminó y caminó. Ya no era él quien caminaba, era su hambre; ya no era él quien veía, era su dolor; ya no era él quien olfateaba sino su desesperanza. 

  Era ya una catramina de huesos repiqueteando entre los árboles. Sin saberlo, se cruzó con un pequeño mono herido que lo observaba, listo para ser su presa. Tampoco vio a la serpiente que pasó frente a él, con el mismo contoneo de una  bailarina de su tribu, ejecutando la danza de las cosechas. Pero para él no era ésa sino el hambre, despojada de su disfraz.

  Por fin llegó a un claro en el bosque y se detuvo. Más atrás se escuchaba un sonido extraño, como un repiqueteo de tambores y también voces. Eran las  mujeres de su aldea cantando al cielo y deseando a sus hombres una buena caza. Oyó gritar a sus hijos, estaban peleando por el cráneo de un mono muerto. Escuchó al anciano de la tribu y, milagro, pudo ver su barba resplandeciendo tras dos viejas acacias. Tenía estrellas, claras y resplandecientes; era la Luz, el Verbo... Corrió poseso hacia la barba del sabio, cruzó las dos acacias con sus fuerzas inexistentes y se detuvo allí mismo. Entonces perdió el aliento. 

  Todo lo que hasta ahora se movía dejó de reverberar, todo sonido se apagó, la luz se extinguió y en esa nueva oscuridad pudo ver su imagen cegadora. ¡Era Él! El que tantas veces fue nombrado por los hechiceros de la tribu, el Profeta, el Elegido, el Mesías, la Luz;  allí, ante él, estaba su Esencia y también su carne, huesos y su sangre. Era Él, el Hijo de la Tierra y el Hijo del Sol. Estaba salvado. El aborigen rió, lloró y bailó una danza ritual, llevado otra vez por la fuerza extraña que no pertenecía a su cuerpo.

  Luego se postró ante la aparición y se encomendó a su divina misericordia. La luz entonces se fue metiendo en su huesudo cuerpo y fue lágrima en las órbitas de sus ojos, fue saliva en las comisuras de su boca. Estalló todo su ser y fue la eclosión tan fuerte y desgarrante que luego de ella no supo nada más, todo se hizo tinieblas, nuevamente. Pasaron las horas. Siete horas. Y amaneció.

  Un pájaro volaba en el cielo justo en aquel momento y hace siete años vino a contarme lo que entonces vio. Esa mañana, mientras sobrevolaba la selva, vislumbró a un hombre huesudo y muerto, boca abajo, con sus brazos en cruz, tendido al pie de un enorme tótem de madera. La esfinge era muy alta;  su tamaño era casi tan alto como los mismos árboles de la selva o quizás más. Estaba tallado. Según me dijo, era una escultura muy extraña. En sus cimientos había piedras, barro y huesos; en el medio de su tronco había figuras de hombres y mujeres realizando el acto sexual. Y en la cima, es lo que más le impresionó y se que no  miente, justo en la cima, arriba de todos y de todo, estaba el dibujo de una luna enorme,  sacando la lengua.
agosto 2001

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