lunes, 15 de diciembre de 2014

LA GATA



Dedicado a la mujer gato que supe ser algún día y a tantas otras que conozco. No están solas.


Húmedo capricho de mi melancolía...
 si a veces pienso que soy una gata terca y mañosa
que se acostumbró a andar por las noches 
pero añora un poquito la luz del día.
A veces intento disfrazarme de perrito fiel,
 juguete casi, saltarín y alegre, 
moviendo el rabo y ladrando, modosita. 
Cuando te miro, siempre te ladro
pero ambos sabemos que deseo morderte.
Supongo que hay algo más que ofrecerte
además de la mirada quieta 
de una gata sombría 
pero tus avances y retrocesos
 despiertan mi instinto 
y mi hambre es intensa. 
Te observo, te espero  y mi odio es tan fuerte 
como el amor que siento.
En el helado destierro de mi noche solitaria
 el olor de tu cuerpo 
se ha vuelto mi razón primera 
y mi instinto asesino percibe lo que ambos somos; 
lo que eres que yo no soy,  
lo que soy que tú no eres.
Tengo agua, flores y besos para ofrecerte, 
arrullos maternales y súplicas de abrigo. 
Pero estás lejos y cuando vienes, 
nada de eso es suficiente para retenerte. 
Primero debo atraparte como a un animal esquivo. 
Mi mente lo sabe y mis ojos gatunos
 resplandecen por eso;
animal adorado y odiado, melancólico y con amo, 
con ganas de escaparte pero fuertemente atado, 
mis ojos me dicen que te estás asfixiando, 
o quizás sea el deseo que me grita desde ti.
Mientras tanto yo sigo merodeando
pero cuando abres las puertas 
me detengo indecisa. 
Temo ver todas mis flores desnudas y marchitas, 
sin el agua de tu alma volcada sobre ellas.
Qué dulce criatura puede ser una gata, 
qué vulnerable, qué sumisa... 
frente a la luz, es casi ciega, 
es por eso que la noche se ha vuelto su morada.
 Allí sus pasos son seguros y te ve siempre. 
Más cuando llega el día, desapareces, 
te vas con tu mujer perro... 
y de poco sirve mi disfraz, 
en nada ayuda que te ladre. Al final,
siempre brota el maullido de mi garganta.

junio de 2000

EL ABORIGEN

 

  El aborigen había salido a cazar. Su presa se escondía detrás de los árboles. Él podía olerla, se guiaba por el sonido imperceptible de sus pasos asustados y podía tocar, palpar en el aire los delicados trazos de su ansiedad. Luego se adentró demasiado en la selva, más allá de los límites del instinto, pero tenía hambre y todo su cuerpo clamaba por alimento. 

  Él no odiaba a su presa ni tampoco la amaba, simplemente quería saciar su hambre, matar para alimentarse, solo lo necesario sin regueros de sangre, lo imprescindible para asegurar su supervivencia.

  Pero pasaban los días y no vislumbraba presas, ni fieras ni inofensivas. No veía nada además de vegetación, agua y luz. Los deliciosos pájaros volaban demasiado alto como para alcanzarlos; además tenía miedo de comer la esencia de un pájaro para luego salir volando, dominado por el espíritu poderoso de aquel que sabe volar.

  No. Mejor el suelo, es más seguro. ¿Habrá serpientes? ¿Habrá al menos algún insecto? Tenía hambre. Pasaron más días y su mente empezó a nublarse. Ya el cielo se confundía con el bosque; empezó a pensar que los dos eran verdes, que las estrellas eran árboles y que los árboles eran estrellas. Observaba a la luna por las noches y ella era la cara redonda del estanque... ¿o sería el estanque un reflejo de la luna? El aborigen comprendía todo eso y lo sufría, pues una fuerza no terrenal se había apoderado de él

  Su cerebro no le pertenecía y era culpa del hambre. Sus huesos comenzaron a debilitarse, una mancha blanquecina apareció en su lengua. Lo supo pues la vio, reflejada en el estanque; “ eh, eh, eh ...” reía el aborigen. Para los ignorantes que no conocen su idioma, él decía: “La luna me está sacando la lengua ... je, je, je”. Luego rió, rió cada vez más. Los dientes cortados por la talla en piedra de sus armas bailotearon, negros y fantasmagóricos. Su cara era una máscara, la máscara del hambre. Sus manos ya eran garras, las garras del depredador consumido. Los ojos se le confundían con el cielo y su olfato era el miedo.

  Por un instante comprendió que iba a morir. Sintió que su cuerpo se había convertido en algo diferente de lo que él era. Apenas podía recordar su aldea y su choza, sus niños altos y flacos aprendiendo poco a poco el arte de la caza, los muslos renegridos de su compañera, con el surco extraño y brotado de pelo que asomaba, hinchado, en las noches de la ceremonia de la fertilidad. Y, qué curioso, recordó también la despedida del amigo y hermano de toda la vida, su cabeza asomando entre las fauces del león. Los ojos del amigo eran los mismos que asomaban el en estanque, o quizás fuesen los de la luna.

  Se adentró aun más en el bosque y como guiado por un sueño atravesó el límite marcado por los hechiceros, quienes habían recomendado no traspasar el umbral de la vegetación tupida porque luego de allí reinaba el Gran Espíritu de la Aniquilación. Y pensó, ¿qué importa?. Se internó en la espesura. Caminó y caminó. Ya no era él quien caminaba, era su hambre; ya no era él quien veía, era su dolor; ya no era él quien olfateaba sino su desesperanza. 

  Era ya una catramina de huesos repiqueteando entre los árboles. Sin saberlo, se cruzó con un pequeño mono herido que lo observaba, listo para ser su presa. Tampoco vio a la serpiente que pasó frente a él, con el mismo contoneo de una  bailarina de su tribu, ejecutando la danza de las cosechas. Pero para él no era ésa sino el hambre, despojada de su disfraz.

  Por fin llegó a un claro en el bosque y se detuvo. Más atrás se escuchaba un sonido extraño, como un repiqueteo de tambores y también voces. Eran las  mujeres de su aldea cantando al cielo y deseando a sus hombres una buena caza. Oyó gritar a sus hijos, estaban peleando por el cráneo de un mono muerto. Escuchó al anciano de la tribu y, milagro, pudo ver su barba resplandeciendo tras dos viejas acacias. Tenía estrellas, claras y resplandecientes; era la Luz, el Verbo... Corrió poseso hacia la barba del sabio, cruzó las dos acacias con sus fuerzas inexistentes y se detuvo allí mismo. Entonces perdió el aliento. 

  Todo lo que hasta ahora se movía dejó de reverberar, todo sonido se apagó, la luz se extinguió y en esa nueva oscuridad pudo ver su imagen cegadora. ¡Era Él! El que tantas veces fue nombrado por los hechiceros de la tribu, el Profeta, el Elegido, el Mesías, la Luz;  allí, ante él, estaba su Esencia y también su carne, huesos y su sangre. Era Él, el Hijo de la Tierra y el Hijo del Sol. Estaba salvado. El aborigen rió, lloró y bailó una danza ritual, llevado otra vez por la fuerza extraña que no pertenecía a su cuerpo.

  Luego se postró ante la aparición y se encomendó a su divina misericordia. La luz entonces se fue metiendo en su huesudo cuerpo y fue lágrima en las órbitas de sus ojos, fue saliva en las comisuras de su boca. Estalló todo su ser y fue la eclosión tan fuerte y desgarrante que luego de ella no supo nada más, todo se hizo tinieblas, nuevamente. Pasaron las horas. Siete horas. Y amaneció.

  Un pájaro volaba en el cielo justo en aquel momento y hace siete años vino a contarme lo que entonces vio. Esa mañana, mientras sobrevolaba la selva, vislumbró a un hombre huesudo y muerto, boca abajo, con sus brazos en cruz, tendido al pie de un enorme tótem de madera. La esfinge era muy alta;  su tamaño era casi tan alto como los mismos árboles de la selva o quizás más. Estaba tallado. Según me dijo, era una escultura muy extraña. En sus cimientos había piedras, barro y huesos; en el medio de su tronco había figuras de hombres y mujeres realizando el acto sexual. Y en la cima, es lo que más le impresionó y se que no  miente, justo en la cima, arriba de todos y de todo, estaba el dibujo de una luna enorme,  sacando la lengua.
agosto 2001

HOMBRE



Hombre de fuego, azúcar y trueno, 
me das miedo. 
Es tu avance tan sorpresivo y violento 
que apenas un gemido exhala mi garganta. 
Tu belleza es tosca, agreste y primitiva 
como un ser de diez mil años 
pero con jugos eternos, 
como un dios en la tierra, mortal aunque infinito. 
Embajador de la luna y también
 de la más oscura catacumba 
que duerme bajo mi tierra. 
Ser sin edad ni patria, sin moral, sin ética. 
Solo quiero tu agua, 
solo quiero tu fuego, 
que me sacien y me quemen, 
que me vuelvan todavía más valiente 
de lo que alguna vez quise ser. 
Altar de piedra acerada
veteado con tibio rocío, 
sudor que licúa la sangre, 
que despierta el hambre, enceguecida y bruta, 
hoy más que nunca se me muestra 
mi corazón femenino, 
tan partido e incoherente, 
pues quiero tu furia y tu gracia, 
tu resguardo y tu ataque; 
quiero confiar y temer, 
retrocederte y avanzarte, 
recibirte y expulsarte. 
¡Quiero amarte! 
de la manera en que se ama aquello 
que, por naturaleza, va y viene. 
Cómo esperas que te quiera 
siempre de la misma manera 
si continuamente te mueves; 
 no das el tiempo para asentarme 
y en esos vaivenes 
mi tierra explota. 
Te amo y te temo 
pétrea figura de brazos y piernas, 
de besos de azúcar, 
de manos en crisis, 
cosa bruta y frágil, 
masa dura y angulosa 
de líquidos, recuerdos 
miedos y locuras. 
Invítame a tu juego 
y luego, ten paciencia. 
No es fácil decidirse, 
tampoco lo es negarse; 
solo dame algo de tiempo 
para afilar mis uñas, 
ventilar la casa
 y quitar la mala hierba. 
Mientras tanto, 
piensa en la manera 
de no pisar mis flores. 
Tus pies no se acostumbran 
a esta clase de jardines
tan pequeños y graciosos, 
tan fáciles de pisar. 
Hombre de sol y de luna, 
te quiero hundido en mi cuerpo 
como una espada mortífera, 
te quiero levitando en mi alma 
como una pluma de ave.
 Te quiero a mi lado, inventando 
los oscuros cimientos 
de nuestro utópico, imposible
 y necesario lenguaje.

marzo de 2001

domingo, 14 de diciembre de 2014

UN PUCHERO PARA CHIEKO



Coloquialmente, en Uruguay decimos que un puchero es el gesto que hace un niño con la boca cuando se frustra o apena por algo, doblando hacia fuera el labio de abajo y plegando el labio de arriba. Es una mueca de tristeza.
 
Chieko fue (es) mi última profesora de japonés hasta el momento. Chieko Sensei (sénsee, debe pronunciarse) regresa en pocos días a su país luego de dos años de estadía en Uruguay. Mis profesoras anteriores fueron Kakimoto y Nakamura. A Kakimoto no la conocí mucho. A Nakamura sí; hasta la vi bailando candombe.

Nakamura Sensei fue quien me persuadió de no abandonar segundo año al finalizar el primer semestre. Inicialmente yo le escribí un correo, contándole qué tan ocupada y saturada estaba e informando que lamentablemente no podría continuar con el curso. 

Cosa complicada transmitirle a un japonés lo que es "esforzarse demasiado". No lo entienden, no está en su genética el comprenderlo. Ella me contestó con una carta amable y cortés pero muy afectuosa, pidiéndome que no abandonara; ella sabía lo que era estudiar un idioma tan diferente y desconocido y al mismo tiempo ocuparse de un trabajo y también de la casa. Me hizo sentir una mezcla de vergüenza y motivación. "Ganbatte Kudasai" es una expresión que, a un mismo tiempo significa: "suerte" y "tiene que esforzarse más". 

Así lo hice, terminando segundo año en tiempo y forma. La estructura del curso en facultad de Humanidades es la siguiente: el primer año es denso; hay que aprender los dos silabarios que son lo más básico: hiragana y katakana. Luego vienen algunos kanjis y bastante gramática. Segundo año es más o menos el doble de denso que primero. Más kanjis, más gramática. Los adjetivos (que cambian en función de si se usan en presente o en pasado) son casi tan desesperantes para nosotros como nuestros verbos en español lo son para un japonés.

Y tercer año, es el doble de complicado que segundo. Muchísima gramática, decenas de kanjis, conversar fluidamente... un hermoso suplicio, en definitiva. Cursé un mes (ya con Chieko Sensei) y me apresté a escribir otra carta excusándome por no continuar el curso. Esta vez no hubo carta ni respuesta, fue una simple pregunta la que decidió mi suerte.

Yo estaba enseñándole a Chieko a tejer. Ella había visto mi regalo a Nakamura (una bufanda con prendedor) y noté que le gustaba mi trabajo. Lo pude sentir. Unos días después me pidió que le enseñara. Y así lo hice. Fue en una de esas clases cuando me preguntó algo así como: "¿Por qué estudia un idioma tan difícil como el japonés?". Allí le solté mi respuesta, muy válida y justificada con hechos. Amo esa cultura desde que soy una niña, me identifico con ella en muchos aspectos, en otros me siento complementaria. Me gusta cómo suena el idioma, cada vez que pronuncio una palabra la siento como algo dulce que se deshace en mi boca. Y muchas razones más. 

Pareció satisfecha con mi respuesta pero de todas formas, su pregunta siguió resonando en mi mente. De repente decidí que, por el momento, era suficiente japonés. Me dio mucha tristeza abandonar el curso, pero supe que no era algo definitivo. Ya había ido lo suficiente hacia fuera, ahora debía plegarme hacia dentro, retornar a las raíces, empuñar las agujas. El valor lo junté yo, fui yo la que se dio cuenta. Pero Chieko fue la que (como Nakamura en su momento) dibujó la respuesta frente a mi. Como buenas maestras, supieron en qué momento soltar su kōan.

No tuve tiempo de tejer nada para Chiekita (como a ella le gusta que la llamen). Es por eso que, suponiendo que ya habría comido suficientes asados en los dos años que estuvo en Uruguay, decidí prepararle un puchero bien criollo.

El puchero es una receta de campo. En realidad la idea es muy simple: juntar en una olla con agua toda la comida que se tenga a mano, y cocinarla. La receta que preparé viene directamente de mi línea materna. Mi abuela Lelela fue la que me enseñó. Una de mis metas más serias e importantes en la vida es llegar a cocinar el puchero perfecto, que es uno igual a los que preparaba ella, con el mismo olor y el mismo sabor. Quizás unos días antes de mi muerte logre hacerlo, quizás no. Creo que el secreto está en la cantidad de laurel y de apio, y también en el perfume que tenía su piel.

El postre que preparé es una de las especialidades de mi madre: cierta mezcla de ingredientes, dulce, empalagosa, exquisita, que ni nombre tiene. Es parecido al que algunos llaman "príncipe Humberto" pero la receta no es la misma. En mi familia le llamamos simplemente "postre con leche condensada" o "postre con crema doble" y ya todos sabemos de qué se habla.

A continuación detallo las dos recetas e ilustro con fotos.  
Buen provecho. Itadakimasu.


PUCHERO de Lelela


Ingredientes:
  • carne de vaca, con hueso, para sabor (rabo, osobuco)
  • carne de vaca, con hueso, magra (paleta, cuadril)
  • papas
  • boniatos 
  • calabacín o zapallo
  • choclos
  • cebolla colorada
  • morrones rojos
  • hojas de apio
  • puerro
  • zanahoria rallada
  • ajo
  • perejil
  • laurel
  • tomillo
  • pimentón colorado (paprika)
  • calditos concentrados de verdura y carne (receta original de Leonardo da Vinci)
  • sal

Cantidades: a ojo (lo que haya, hay que ir probando, ésa es la gracia de la receta)
Yo lo preparo en una olla a presión de diecisiete litros, pero puede prepararse en cualquiera.

 


Se coloca la olla destapada, a fuego fuerte, con más o menos las tres cuartas partes de agua. Se agregan todos los ingredientes, también los condimentos y se cuece un rato.


  

 Dicen las que saben que cuando se prepara algún brebaje es conveniente tener cerca un gato negro. En mi casa hay dos perras y con ellas es más que suficiente. Canela me hizo compañía durante todo el proceso.


 

Luego de unos 20 minutos (más o menos) se tapa la olla y se mantiene el fuego fuerte hasta que levante presión. Después el fuego se baja al mínimo.



A los veinticinco minutos más o menos se apaga el fuego, se le quita presión a la olla y se levanta la tapa. Se sacan las papas, los boniatos y los choclos.
Otra cosa que puede hacerse es cocinarlos en un recipiente aparte, así se evita el tener que abrir la olla en pleno proceso de cocción de todos los ingredientes.

Se tapa la olla nuevamente y se mantiene a fuego fuerte hasta que vuelve a levantar presión. Hasta ese momento transcurrió una hora más o menos desde que se prendió el fuego por primera vez. La preparación debe quedar cocinándose a fuego mínimo por un par de horas más. Eso permite que la carne suelte el colágeno y se ablande. Un puchero con carne dura es un puchero mal hecho.




Lo que vemos a continuación es el caldo, producto de colar el puchero. Hay que dejarlo enfriar durante varias horas para que la grasa (sobre todo de la carne) se condense en la superficie. Es absolutamente necesario retirarla con una espátula. Solo así nos aseguramos de estar comiendo algo totalmente rico y sano.





Como primer plato se suele tomar la sopa, que es el caldo servido con fideos, arroz, avena, etc. Otra opción es beber el caldo solo con un poco de queso parmesano rallado.

Como segundo plato se sirve la carne (yo suelo aderezarla con salsa de soja) con papa, boniato, calabacín y choclo. 

Los huesitos quedan para las agradecidas perras.



POSTRE de mamá

Ingredientes:

  • Dulce de leche
  • Leche condensada o Crema de leche
  • Galletitas "María" o alguna otra galletita que tenga un suave aroma a vainilla
  • Merengues firmes (duros) que puedan romperse en pedazos

Se aplastan las galletitas con un palote de amasar.
Se mezcla el dulce de leche con un poco de leche, para aguarlo un poco.
Se va alternando en una fuente: galletitas, dulce de leche, leche condensada (o crema de leche) y merengue.
Se van haciendo sucesivas capas, hasta que no quede más lugar en la fuente.







Sayōnara チエキタ 先生 !