viernes, 20 de febrero de 2015

HUMANO




Humano, tallo de hierba doblegado por el viento,
melodía inconclusa, leve aliento de la nada; 
un creador oculto te retiró el sustento,
 y hoy navegas sin rumbo tras esa huella añorada. 

Magro trozo de tierra, azul fragmento de cielo, 
con cuánta fragilidad se me revela tu alma 
prisionera en un cuerpo con raíces en el suelo, 
embriagada con el éter de un ensueño sin calma.

 Volcán de amor y odio, cuento breve y enfermizo,
cornamenta de demonio sobre testa de deidad; 
imposible razonar si algún dios así te quiso, 
hijo de la serpiente, esclavo de la libertad.

Pulsión insignificante destructora de reinados,
 derribadora de torres, brote de sangre y enchastre; 
hacedor de cadáveres, rumiador de pecados, 
llamarada de fuego, hijo ausente del desastre. 

Ser humano, tierno y duro, amante y asesino, 
duele tanto conocer tu absurdo significado,
 a qué portal dantesco te arrastrará tu destino, 
qué sublime obra de arte habrás hoy esbozado. 

Ser humano, necio, odioso, ebrio de locuras, 
masa sanguinolienta de sensatez y sinrazón; 
tejedor de promesas, melodías, criaturas,
 triturador de huesos, fauces rojas de dragón. 

 Siddhartha, Jesucristo: siluetas desdibujadas,
diluidas en un sutra y un cáliz pleno de vino,
doctrinas semientendidas y mal memorizadas, 
olvidos de carne y hueso que predijeron tu sino. 

Caen las hojas de los árboles, se derrumban pedestales, 
nacen y mueren animales en cada hora indolente
mas solo el amor y el odio del hombre son inmortales, 
fruto dulce y fruto amargo en una misma simiente.

Siervo infiel de la Naturaleza, duende revoltoso, 
parricida y matricida, en tu derecha un puñal 
y en tu izquierda una rosa con aroma delicioso, 
y en tus ojos aura cruel con ternura de cristal. 

Cegador foco de luz, mano que cede y que quita, 
moldura caprichosa con el futuro de marfil, 
rey esclavo, sacerdote de mazmorra y de mezquita, 
faz de viejo moribundo con la sonrisa infantil. 

A tu salud, criatura, que miras tras el espejo; 
yo soy tú, tú eres yo, te festejo y te maldigo; 
es preciso descifrar lo que veo en tu reflejo,
comprender en una parte mi perdón y mi castigo. 

Hijo del sol y de la luna, violenta conmoción,
imposible bosquejar tu retrato con pericia; 
tú, artífice y artista de la obra y la destrucción, 
pueril indecisión entre la entrega y la codicia.


marzo de 2001.-

HERMENEGILDO TERCERO



Historia verídica de una mina en los años 90 - Incursión involuntaria en la  Chick Lit

***

   Por una extraña y feliz conjunción de astros me encontraba inmersa en aquella noche calurosa pero matizada de brisa, fresca y recién nacida. El verano se anunciaba en todo su esplendor y me contagiaba su euforia de sábado. Allí estaba yo frente al espejo, mirándome, examinándome de cuerpo entero como un pintor frente a su lienzo en blanco. 

   Sobre mi cama descansaba una falda de acetato negro, larga hasta las rodillas pero con tajos en los costados, de esas que se pegan al cuerpo para luego caer rectas; casi transparente, casi recatada; me había costado barata y sin embargo era bastante bonita. Los zapatos, también negros, con taco muy alto y pulsera irían muy bien con ella. Pensé que no iba a ser necesario usar medias, eso era una suerte porque a lo largo de la noche iban a terminar resultando sofocantes. 

   A partir de allí el problema central radicaba en la selección cuidadosa de la blusa. También sobre mi cama se encontraban tiradas en desorden cuatro o cinco de ellas, algunas escotadas, otras sin breteles, algunas coloridas, otras algo más discretas. Para cada una había seleccionado un soutien. Es notorio cómo cambia la forma de una remera dependiendo del soutien que se use; algunos levantan y juntan, otros aprietan y bajan, etcétera. Detalles importantes que solo una conoce. A lo largo de muchas noches de baile se desarrolla cierta pericia. Si la pollera es larga mejor utilizar una blusa escotada, escondiendo de un lado y mostrando de otro, es decir, provocando la mirada en un lugar pero sin invadir demasiado con el resto. 

   Por fin me decidí por una blusa de lycra color fucsia y un sostén con breteles de silicona que achataba y redondeaba. Peiné con secador mi cabello corto con mechas recién teñidas, observando el buen trabajo de mi peluquera al haber ubicado tan estratégicamente aquellos claritos dorados sobre el resto de la melena castaña. 

   Qué felicidad era no tener la menstruación, ni siquiera estar cerca de ella. Si así fuera, probablemente todo aquello me hubiera parecido horrible y ubicado en un mal lugar. Es difícil adivinar cómo alguien puede llegar a sentirse hermosa y luego todo lo contrario con tan solo tres o cuatro días de diferencia.

   Una vez que la sangre bajaba y se aflojaba la tensión todo volvía a ser como antes, por lo que tragedia disminuía considerablemente su intensidad. Empezaban entonces el dolor de ovarios y los calambres, pero con un analgésico todo se arreglaba y la situación incluso terminaba siendo disfrutable. Es verdad que los sonidos estridentes molestaban el doble o que los simples reproches sonaban como groseros insultos, pero la música hermosa también se tornaba más dulce y los colores de las cosas tomaban un tono más brillante. Y el amor parecía florecer desde la piel, más que de costumbre. 

   Recuerdo una vez, en medio de una menstruación; estaba sentada frente al televisor mirando National Geographic. Observaba cómo cientos de miles de lemmings se arrojaban por una ladera, suicidándose, con el único objetivo de preservar su especie. Pocas veces en mi vida había llorado tanto como ese día. Y mientras las lágrimas me caían a borbotones me preguntaba fríamente por qué carajo estaba llorando, hasta que al final terminé riendo como una demente. Eso jamás se lo comenté a nadie pues, en definitiva, los lemmings continuaron muriendo y yo seguí menstruando. 

   Pero ese no era el caso de la noche en que me encontraba. Mis hormonas parecían estar bastante estables, quizás un poco alborotadas como lo están casi siempre las de las mujeres sin pareja, pero controladas al fin. La dignidad debía prevalecer ante todo y la pérdida del temple podía, en la mayoría de los casos, entorpecer la ya difícil búsqueda de un espécimen masculino satisfactorio. 

   Dediqué media hora a mi maquillaje, intentando con todas mis fuerzas acomodar mucha pintura de forma de lograr el efecto de no parecer maquillada pero con ojos más grandes, labios más gruesos y pestañas más arqueadas. Por último, el perfume detrás de las orejas, en la parte inversa de las muñecas y luego en el pliegue del busto. Me parecía un poco difícil que esa noche llegara a permitir que una nariz fuera a parar justo allí; no estaba de humor. Pero nunca se sabía y más valía estar preparada. Quizás un príncipe azul con vaqueros, camisa al tono y olor a cerveza fuera capaz de romper el maleficio llevándome a mi, la bella durmiente, a algún rincón escondido, aislado de la música estridente y en esos momentos, pasara lo que pasara, era mejor tener perfume en el escote. Eso lo sabíamos todas. 

   Terminado por fin el lento proceso de metamorfosis, observé la obra frente al espejo y quedé conforme. Abrí la puerta de mi dormitorio y estaba mi hermano.
 - Sentí tu olor a perfume desde mi cuarto. ¿Por qué las mujeres se bañan en perfume?
Le contesté mientras me cubría con un saco negro y calado que no abrigaba.
 - Porque a los que no son tus hermanos les gusta el olor a perfume, gil.

   Justo en ese instante el teléfono sonó. Mi amiga salía desde su casa hacia la mía y llegaría en cinco minutos, solo estaba retocando un poco sus rulos para que no se le erizaran en el medio de la noche. Pensé que entonces tendría al menos media hora más para esperar. Volví a toparme con mi amigo-enemigo el espejo y sentí una especie de sobresalto. Vi una silueta vestida de negro y fucsia, adornada, de mejillas encendidas y ojos brillantes; imposible juzgar si eso que veía era realmente bello o no pues me estaba mirando a mí misma, pero lo que me impresionó fue lo hermoso de mi expresión. Ante mí se encontraba el producto de un ritual milenario, de un procedimiento cuidadoso que había durado casi dos horas. En un instante vino a mi mente la imagen de una gata, animal majestuoso tan criticado e incomprendido, que suele ser tachado de traicionero pues le es fiel solamente a los de su especie. Y recordé a unos cuántos hablando de mujeres libertinas, dirigiéndose a ellas como "gatos". Qué poco sabe la gente de los felinos. Y qué poco les importa a ellos, al fin y al cabo. 

   Yo sí creía conocerlos. Esa noche era justamente una gata, en busca de pareja. O al menos de un roce felino, en medio de aquel océano de soledad. Qué habría de malo en eso, me pregunté, y luego decidí hacer lo que ellos, no pensar. Y simplemente salir a vagabundear. 

   Llegó mi amiga y nos pusimos en marcha.


***

   Llegamos al enorme salón fragmentado en varias pistas, cada una con diferentes melodías y ruidos. Las personas que había allí también eran muy diferentes. Gente muy joven, casi niños, otros no tanto. Gente borracha, despierta, aburrida, eufórica. Un enorme cambalache de personas, luces, sombras y colores. Sin embargo las miradas eran casi todas parecidas; recorrían los rostros, los cuerpos, se detenían apenas un instante y luego continuaban su recorrido. Algunos pares de pies se movían pero aún muy lentamente; era demasiado temprano. Solo las manos, florecidas con cigarrillos, vasos de cerveza y tragos, se mantenían activas, mientras los ojos miraban y seguían mirando, en lo oscuro, acechando como los ojos de los gatos. 

   Yo ya tenía mi botella de cerveza en la mano y mis tacos empezaban a repiquetear. Odiaba estar quieta durante demasiado tiempo. Había hombres atractivos pero pocos, y demasiado jóvenes. Algunos se acercaban y molestaban, otros observaban, casi despectivos. Por un instante dejé de mirar hombres y me concentré en las mujeres.  Algunas eran muy parecidas a mí, otras eran casi niñas, pinturrajeadas y con caritas asustadas, empapándose recién de las leyes y las reglas de la selva. 

   Luego pensé en algunas de mis amigas, las imaginé descansando con sus novios o maridos, o haciendo el amor con ellos, o durmiendo a niños pequeños. Sonreí. Algunas con falda negra, otras desnudas, otras en camisón, las habíamos para todos los gustos. Luego imaginé en dónde me gustaría estar en esos momentos. ¿Allí? Probablemente no. Pero mejor hacer como los gatos. Solo los humanos necios miran hacia atrás y los costados cuando la vida se les dibuja precisamente adelante. 

   Comenzó a sonar una música más alegre y todos parecieron contagiarse. Las miradas de selección se tornaron un poco menos exigentes y las barreras humanas empezaron a caer poco a poco, ayudadas por el alcohol. Me sentía viva y capaz de sonreír, de mirar y de invitar con la mirada. Aquél me mira pero no me gusta. Aquel otro es atractivo pero creo que ésa con la que baila es la novia... Pucha. Bueno, no importa. A ver aquél de más allá... 

   Pasaron un par de horas y comencé a cansarme, sobre todo mentalmente. Además, los vasos consecutivos de cerveza habían embotado mis sentidos. Me senté en un rincón. Había bailado demasiado y los pies me dolían. Mis zapatos eran cómodos pero los tacos demasiado altos. Sin embargo me gustaba el efecto resultante de caminar con ellos. 

   En determinado momento una figura apareció frente a mí. Alto, delgado, muy joven, camisa blanca, ojos grandes y achatados, como dibujados en la cara, cejas pobladas pero castañas, y muy claras. Sonrió y me encantaron su risa y sus dientes. Las dos paletas estaban un poco separadas y eran muy blancas, tanto como su camisa. Estaba bastante borracho pero parecía sobrellevarlo con dignidad. Tenía ese aire felino. Pensé para mis adentros - Ahora se me acerca y me pregunta cómo me llamo, si trabajo o estudio. Me dice que soy muy linda y luego comenta que eso me lo deben decir todos. Me mira el busto y seguidamente elogia mis ojos. En fin. Lo de siempre.

   La figura se fue aproximando y yo, disimuladamente, ya me había parado. Me miró a los ojos y soltó su retahíla.
 - En realidad, no es que seas demasiado linda. Sin embargo me encanta tu corte de pelo estilo europeo. Tenés una preciosa sonrisa y caminás como si estuvieras en puntas de pie. Lástima ese saco calado que no me deja verte la forma de los pechos. 
- Eso depende del soutien que use - pensé para mí, pero no se lo dije. 

   Caí en la cuenta de que nadie me había dicho nunca algo tan terriblemente sensato y certero en mis cientos de noches de baile.
 - Ahora me vas a pedir que me vaya y tenés toda la razón - siguió hablando.
Nada más lejos de mis intenciones. La posibilidad de alguien diferente, listo allí, pronto para ser seducido quizás con palabras más que con una belleza desquiciante, encendió al máximo mi instinto de caza. Además, había desaparecido mi aburrimiento y eso era lo más importante. 

   Lo único malo es que el chico hablaba demasiado. Retuve muy pocos detalles de la conversación, sin embargo recuerdo que sus palabras eran deliciosamente cínicas y afiladas, curiosamente sin llegar a la grosería. Qué más podía pedir yo, a las cuatro de la mañana. Tomaba mucho alcohol y me invitó a un par de tragos. Luego yo lo invité a otro; me gustaba hacer eso, hacía sentir mis pies bien plantados enfrente de él, como si me invistiera con un cierto equilibrio que por algún motivo necesitase. Noté que él había tomado demasiado líquido ya que cada cinco minutos iba al baño. La primera vez pensé que se iría y no volvería más, pero siempre regresaba. 

   Nuestra conversación se fue poniendo cada vez más divertida, en algunos casos intensa pero siempre dentro de un absurdo y deliciosamente innecesario marco de sutileza. Siempre me gustó divertirme de esas maneras y este muchacho se prestaba muy bien para el juego. En un momento le pregunté su nombre y él me dijo "Hermenegildo Tercero". Le contesté "Encantada, Hermenegildo. Yo soy Juana de Arco". Luego él tomó un pedazo de vidrio de un vaso roto que había en el piso, me dijo con ceremonia que era un diamante y que me lo regalaba. Allí empecé a pensar que quizás estuviera algo loco pero luego me regañé a mí misma. Jamás nadie me había regalado un diamante en mi vida. ¿Por qué opacar la ocasión con un estúpido razonamiento? Le di las gracias con una reverencia y lo guardé en mi bolso. 

   Hermenegildo siguió hablando de sus viajes, de sus noches de baile, de sus tragos preferidos y de mis piernas. Yo le hablé de sus ojos y de sus dientes, pero casi no pude decir más porque él continuaba con su verborragia. En un momento me dijo que sabía que me estaba aburriendo, que iba a salir un segundo a la calle para que yo pudiera descansar de él. Me rogó que no me fuera, que por favor me quedara y lo esperara. No se por qué pero decidí hacerlo - No te vayas Juana, por favor - me decía, mientras se alejaba.

   Regresó a los cinco minutos. Pasó por entre un grupo de personas que estaban bailando, se pechó contra un guardia de seguridad y casi aterriza en mis pies. Me miró fijamente. Su mano izquierda apretaba fuertemente la curva del codo de su brazo derecho y la mano colgaba fláccida, como sin vida. Él seguía sonriendo y sus dientes separados brillaban con la luz violeta del techo. 

   Me tomó por la cintura y nos pusimos a bailar una melodía muy rápida. Giramos como trompos en medio de la pista. Ya no quedaba casi gente. Mi amiga había desaparecido. Mi pelo despeinado y mi falda de acetato ondeaban de un lado a otro y yo acompañaba con mis tacos negros. En determinado momento Hermenegildo me miró.
- Vos sí que bailás. 
Me detuve en seco y lo miré también. Una voz dentro de mí, que no reconocí como mía, le contestó al instante.
- Y vos, te drogás. 

   Esa frase fue, quiso serlo, sin reproches. Un simple comentario, una observación desapasionada de la realidad. Creo que lo sorprendí, lo impacté, porque dejó de bailar y me miró fijamente a los ojos. A esas alturas el alcohol ya había desaparecido de mi cabeza, al igual que la euforia y el instinto de caza. Me encontraba de la misma manera en que estoy una mañana de lunes, como una mujer de cara lavada que se prepara para salir a su trabajo.

   Tenía ante mí a un hombre, yo diría que bastante inteligente y refinado, con el suficiente dinero como para elegir y comprarse una camisa de buena calidad, y también para inyectarse vaya uno a saber qué sustancia en la entrada de un boliche. Sentí pena y desapego. Simplemente continué observándolo, igual que él a mí. 

   El muchacho habló otra vez.
- Ahora no vas a querer verme nunca más. Ahora te vas a ir y me vas a dejar solo. Hacé lo que quieras - su voz no sonaba tampoco a reproche - Yo, drogándome, puedo conseguir cualquier mujer que quiera. 

  Mi voz volvió a salir desde algún lugar.
- Ojalá pudiera ayudarte, pero no puedo. No se cómo. Además, no me corresponde. Si se te ocurre algo que pueda hacer, te escucho. Si estoy de acuerdo, lo haré. 

  Él no dijo nada; se había quedado mudo y quieto, como una estatua de cera. 

  Fueron unos instantes de quietud, que me pareció tanto física como temporal
- Vos no me vas a llamar - me espetó con voz fina pero firme - Yo te voy a dar mi teléfono pero no me vas a llamar. 

   Le pedí que me lo diera y prometí llamarlo, aunque no quise darle el mío. Una gata con cierta trayectoria sabe reconocer muy bien un cebo envenenado. Sin embargo sentí que debía hacer algo, aunque solo fuese llamarlo al otro día y decirle una cosa como: "Acá estoy. Te cruzaste en mi vida y significaste algo. Gracias por el diamante que me regalaste. Sos algo más que el recipiente de una droga. Seguramente no volvamos a vernos pero no te voy a olvidar"


   Nos despedimos, luego de que él me hiciera repetir varias veces el número de su teléfono. Cuando se iba me miró por última vez a los ojos y me repitió, convencido, que no lo iba a llamar. Lloré por dentro. Me acordé de los lemmings. Luego reí cínica para mis adentros pensando en el resultado de la noche de cacería. 

***

  Amanecí como siempre en esos casos, la cabeza embotada, los pies adoloridos, el cuerpo pesado, la pollera de acetato tirada en el suelo e impregnada con olor a cigarrillo. Desayuné un litro de agua e inmediatamente tomé el papel en el que había anotado el número. Eran las dos de la tarde. Me senté frente al teléfono pensando en lo que iría a decirle. 

   De ninguna manera aceptaría volver a verlo, no estaba dispuesta a enredarme con un drogadicto. Pero al menos podría establecer contacto y decirle con algunas pocas palabras algo así como "Existís". 

   Mis dedos discaron pero cuando llegué al sexto número se detuvieron. Ya era tarde. La voz de una mujer mayor contestó del otro lado. 
- Hola, ¿quién habla?
La única frase que se me venía a la mente era "¿Está Hermenegildo Tercero?". Se me congeló la voz. No había nada para decir. 

   Colgué el teléfono y tiré el número.

 Jamás volví a saber de él. Sigo recordando a los lemmings, y pienso que nadie mejor que ellos saben cuál es su destino. Quizás Hermenegildo lo supiera cuando nos despedimos. Lo que probablemente nunca sepa es que guardo su diamante como uno de mis mayores tesoros.

martes, 10 de febrero de 2015

Un cuento del Sr. M.O.G. - Capítulo X: La mañana


https://thefella.com/photo/tallinn-old-town

(Wasson ha conversado con Betty la mesera y ha descubierto en ella mucho más de lo que la chica había mostrado largos años de su vida en ese pueblo. Pero sabía, cuando se fue a dormir, que eso era solamente el principio del trabajo que tendría que hacer en ese lugar).


    La mañana llegó arrebolando cada pequeña cosa primero con un color rojizo y luego con su color. Como si fuese necesaria una nueva fragua cada mañana para insuflar su esencia a las cosas, como si solamente ese pasaje por la oscuridad, luego el rojo fuego fueran el único camino hacia los luminosos colores de nuevo. Pero mientras esto ocurría, Wasson dormía. Aún así, seguiría siendo Wasson al despertar.

    Había soñado que viajaba a Nueva York sin ninguna razón, y por eso vagabundeaba temeroso por las calles jalonadas de rascacielos. Pero allí encontraba por casualidad a una joven, a quien no podía ver la cara, pero que le hablaba con dulzura y familiaridad, como si le conciera de hacía mucho pero hubieran dejado de verse. Ella lo llevaba a uno de esos rascacielos y allí le mostraba la vista y le preparaba comida. La ciudad era la misma pero también era distinta, llena de luces como los ríos de estrellas en el cielo. Luego de servir la comida, ella se sentaba al lado y comía junto a él, sin decir palabra y Wasson se preguntaba cómo había dejado pasar tanto tiempo sin visitar o al menos hablar con esta buena amiga. Era un sueño hermoso, claro, pero de un modo único.

    Al abrir los ojos, con la cabeza pegada a la almohada, rayado por las franjas de luz que entraban por las rendijas de la persiana, lo primero que pensó Wasson fue: 'hay formas únicas de lo hermoso'. Luego, volvió a cerrar los ojos por unos minutos, deseando sordamente volver al sueño. Pero por desgracia no solo no lo consiguió, sino que empezó a recordar todo: quién era y donde estaba, qué debía hacer allí.

    -Maldita sea! -gritó al ver el reloj. Se le haría tarde para la recepción.

***

    Tras las correrías nocturnas algo había cambiado y descubrió que conocía ya el camino. Era bastante sencillo, doblaba hasta la calle principal que, ciertamente no era la calle principal, pero sí una que recorría el pueblo de cabo a rabo, y luego torcía a la altura que deseara. Así lo hizo y llegó hasta la fonda de Molly, mirando desde lejos la estación de tren. Estaba lejos, sí, pero no tanto como para no verla y como para no ver llegar al tren, cuando llegara. También podía ver el automóvil negro, un Maria negro, estacionado cerca del andén. Mientras esperaba, entraría a lo de Molly. 'A desayunar' se dijo 'eso es todo'.

    Pero cuando entró no vio a Betty o Elizbetha, otra muchacha se le acercó. Se resignó a pedir un café y unos huevos con tocino. El aroma de la comida lo reconfortó y luego de comer y beber, pasó por donde estaba Molly para pagar. La mujer se mostró muy amable, le agradeció que hubiese vuelto luego del 'malentendido' del día anterior. Lamentaba que Betty no se encontrara entre ellos, pues había llamado para informar que se encontraba indispuesta y no podría ir a trabajar ese día. Nada grave, solamente una migraña. Molly no le dejó pagar, la casa invita, repetía. Y luego, vuelva cuando quiera. Wasson se preguntó cuánto tiempo le duraría la sonrisa una vez él hubiera traspuesto el umbral.

    Afuera la vida seguía como siempre o, al menos, como la había visto ayer al llegar o en tantos otros pueblos que Wasson había visitado. El Maria negro seguía en posición. Wasson recordó algo de su niñez. Le habían enseñado sobre Aristóteles y que la philosofía natural versaba sobre las cosas que cambiaban, que existían la forma y la materia y cómo lo más extraño en el mundo era el cambio. Pero Aristóteles también había enseñado, en su libro Metafísica, sobre las cosas que no cambian: la cosmología y la teología. Quizá hubiese otras cosas que no cambiaban, quizá la vida de ese pueblo y de tantos otros fuera en sí misma una cosmología particular y, en los actos de cada uno de esos seres humanos, repitiéndolo una y otra vez, estuviera dictando algún demiurgo una teología particular, inconcebible pero inmutable. Hasta el tren, que se acercaba, lo hacía siguiendo las leyes que estaban escritas en el tablero de horarios.


 colaboración 
(continuará)